Obama: la realización del sueño de Luther King
Leonardo Boff, teólogo
Koinonía
La elección del afroamericano Barack Hussein Obama para la presidencia de Estados Unidos realiza el sueño de Luther King: el sueño de «que un día las personas sean juzgadas no por el color de su piel, sino por la fuerza de su carácter». Todo parece indicar que se ha iniciado, en la política, un tiempo pos-racista, pues tanto los electores como el candidato no repararon en el color de la piel sino en la persona y en sus ideas.
Esta elección señala también el fin de la era de los fundamentalismos: del mercado, iniciado por Tatcher y Reagan, responsable de la actual crisis económico-financiera. Y del fundamentalismo político-religioso, que alimentó la concepción imperial y belicosa de la política externa de ese país. Bush y Reagan creían en el Armagedón y en el «Destino manifiesto», es decir, en la excepcionalidad conferida por Dios a Estados Unidos con la misión de llevar a todo el mundo los valores de la sociedad estadounidense de cariz capitalista e individualista.
Esto se llevaba a cabo por todos los medios, inclusive con conspiraciones, golpes de estado articulados por la CIA y guerras «humanitarias». Esa idea de misión explica la arrogancia de los presidentes, bien expresada en una frase del candidato McCain: «Estados Unidos es el faro y el líder del mundo. Podemos actuar como bien entendamos: al final somos el único poder de la Tierra. Los enemigos de ayer y de hoy han de temer nuestro garrote».
Bush creó el terrorismo de estado, constituyéndose en el mayor peligro para la humanidad. No hay que sorprenderse de que haya llevado a una amplia desmoralización a su país, incluso a un antiamericanismo generalizado en el mundo. Esta actitud parece haber sido superada con Obama. A la estrategia de la guerra y del intervencionismo, él opone la del diálogo abierto con todos, hasta con los talibanes. Enfatizó: «En primer lugar es necesario dialogar, la salida es una amplia negociación y no sólo ataques aéreos y matanza de civiles». Está convencido de que Estado Unidos no merece ganar la guerra de Irak porque está asentada sobre una mentira y por eso es injustificable.
Sobre todo ha sabido captar lo que estaba latente en la sociedad, especialmente en los jóvenes: la necesidad de un cambio. «Change», cambio, fue la gran «palabra generadora». Suscitó esperanza y autoestima: «sí podemos». Atrajo la atención hacia el futuro, hacia las oportunidades nuevas que se están diseñando y no hacia la continuidad del pasado y del presente desolador. Con esto habló a lo profundo de las personas y las movilizó para dar un salto absolutamente inesperado y nuevo: elegir a un negro, representante de una tragedia humana que avergüenza la historia americana, por lo demás con brillantes páginas de libertad, de creatividad, de democracia, de ciencia, de técnica y artes, que la ennoblecen. Obama dejó claro que la fuerza real de Estados Unidos no reside en las armas sino en estos valores morales y en el potencial de esperanza que hay en el pueblo.
La elección de Obama parece tener algo de providencial, como si fuera un gesto de compasión divina para con la humanidad. Vivimos tiempos dramáticos con grandes crisis: la ecológica, la climática, la alimentaria, la energética y la económica. El arsenal conceptual y práctico disponible no favorece condiciones para forjar una salida liberadora. Necesitamos un cambio, un nuevo horizonte utópico, de valor para inventar nuevos caminos. Es necesaria una figura carismática que inspire confianza, seguridad, serenidad para enfrentarse a estos cataclismos y galvanice a las personas para un nuevo ensayo de convivencia, un modo diferente de arquitecturar la economía, y que monte un tipo de globalización pluripolar que respete las diferencias y pueda incluir a todos en un mismo destino, juntamente con la Casa Común, la Tierra.
Barack Obama llena estas exigencias de carisma. Si es realmente profunda, la esperanza creará su camino entre los escollos y las ruinas del viejo orden.
Leonardo Boff, teólogo
Koinonía
La elección del afroamericano Barack Hussein Obama para la presidencia de Estados Unidos realiza el sueño de Luther King: el sueño de «que un día las personas sean juzgadas no por el color de su piel, sino por la fuerza de su carácter». Todo parece indicar que se ha iniciado, en la política, un tiempo pos-racista, pues tanto los electores como el candidato no repararon en el color de la piel sino en la persona y en sus ideas.
Esta elección señala también el fin de la era de los fundamentalismos: del mercado, iniciado por Tatcher y Reagan, responsable de la actual crisis económico-financiera. Y del fundamentalismo político-religioso, que alimentó la concepción imperial y belicosa de la política externa de ese país. Bush y Reagan creían en el Armagedón y en el «Destino manifiesto», es decir, en la excepcionalidad conferida por Dios a Estados Unidos con la misión de llevar a todo el mundo los valores de la sociedad estadounidense de cariz capitalista e individualista.
Esto se llevaba a cabo por todos los medios, inclusive con conspiraciones, golpes de estado articulados por la CIA y guerras «humanitarias». Esa idea de misión explica la arrogancia de los presidentes, bien expresada en una frase del candidato McCain: «Estados Unidos es el faro y el líder del mundo. Podemos actuar como bien entendamos: al final somos el único poder de la Tierra. Los enemigos de ayer y de hoy han de temer nuestro garrote».
Bush creó el terrorismo de estado, constituyéndose en el mayor peligro para la humanidad. No hay que sorprenderse de que haya llevado a una amplia desmoralización a su país, incluso a un antiamericanismo generalizado en el mundo. Esta actitud parece haber sido superada con Obama. A la estrategia de la guerra y del intervencionismo, él opone la del diálogo abierto con todos, hasta con los talibanes. Enfatizó: «En primer lugar es necesario dialogar, la salida es una amplia negociación y no sólo ataques aéreos y matanza de civiles». Está convencido de que Estado Unidos no merece ganar la guerra de Irak porque está asentada sobre una mentira y por eso es injustificable.
Sobre todo ha sabido captar lo que estaba latente en la sociedad, especialmente en los jóvenes: la necesidad de un cambio. «Change», cambio, fue la gran «palabra generadora». Suscitó esperanza y autoestima: «sí podemos». Atrajo la atención hacia el futuro, hacia las oportunidades nuevas que se están diseñando y no hacia la continuidad del pasado y del presente desolador. Con esto habló a lo profundo de las personas y las movilizó para dar un salto absolutamente inesperado y nuevo: elegir a un negro, representante de una tragedia humana que avergüenza la historia americana, por lo demás con brillantes páginas de libertad, de creatividad, de democracia, de ciencia, de técnica y artes, que la ennoblecen. Obama dejó claro que la fuerza real de Estados Unidos no reside en las armas sino en estos valores morales y en el potencial de esperanza que hay en el pueblo.
La elección de Obama parece tener algo de providencial, como si fuera un gesto de compasión divina para con la humanidad. Vivimos tiempos dramáticos con grandes crisis: la ecológica, la climática, la alimentaria, la energética y la económica. El arsenal conceptual y práctico disponible no favorece condiciones para forjar una salida liberadora. Necesitamos un cambio, un nuevo horizonte utópico, de valor para inventar nuevos caminos. Es necesaria una figura carismática que inspire confianza, seguridad, serenidad para enfrentarse a estos cataclismos y galvanice a las personas para un nuevo ensayo de convivencia, un modo diferente de arquitecturar la economía, y que monte un tipo de globalización pluripolar que respete las diferencias y pueda incluir a todos en un mismo destino, juntamente con la Casa Común, la Tierra.
Barack Obama llena estas exigencias de carisma. Si es realmente profunda, la esperanza creará su camino entre los escollos y las ruinas del viejo orden.
TOMADO DESDE:
http://www.redescristianas.net
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